En septiembre de este año, apareció en la revista electrónica Crónica Digital (www.crónicadigital.cl) una nota del periodista Víctor Osorio, que apuntaba a un hecho sabido por quienes conocen la historia reciente de nuestro país y nuestra comuna pero que, inexplicablemente, pocas veces ha sido mencionado abiertamente a la opinión pública; la mayoría de los 17 obreros masacrados en Chihuio el día 9 de octubre de 1973 por efectivos militares, eran evangélicos.
La historia recopilada y corroborada en base a testimonios de familiares de las víctimas, testigos y confesiones de ex - conscriptos que participaron en la matanza, dice que el día domingo 7 de octubre o lunes 8 de octubre de 1973 partió desde el regimiento Cazadores de Valdivia una caravana compuesta de camiones y jeeps con un total de 90 soldados y oficiales de ese regimiento más fuerzas del regimiento de Artillería Motorizada N°2 Maturana de Valdivia, con destino a Futrono, Llifén, Curriñe, Chabranco y Chihuio, con el objetivo de “desarmar cualquier posible resistencia y apresar a quienes los terratenientes del lugar denunciaban como campesinos alzados que habían apoyado al gobierno de la Unidad Popular y luchado organizadamente en sindicatos por sus derechos”.
Una vez en Futrono, los militares se quedaron un par de días en dependencias de la antigua Escuela Misional N°30, para luego recoger algunos prisioneros de manos de carabineros, lo mismo hicieron en Llifén, y más tarde en Curriñe y Chabranco se realizaron las últimas detenciones, incluso en forma brutal delante de esposas e hijos, con los prisioneros golpeados hasta sangrar.
Sin embargo la primera víctima de la caravana asesina fue Andrés Silva Silva, originario de Nilahue y entregado a los militares en Llifén, quien fue acribillado en Sichahue y su cuerpo abandonado en el camino, más tarde algunos lugareños tuvieron la humanidad de sepultarlo en el sector. En total 17 prisioneros fueron conducidos a Chihuio donde en horas de la noche fueron masacrados.
CÁNTICOS A DIOS
Camino a Chihuio, la lluvia que esa tarde caía y el mal estado del camino maderero dificultó la marcha de la caravana, por lo que en algún punto se les ordenó a los prisioneros bajar de los camiones donde iban amontonados, golpeados y asustados, para continuar a pie. Mientras caminaban, un oficial les gritó – A ver, quién sabe cantar. Uno que cante – ordenó.
La respuesta a la orden la inició uno de los prisioneros que comenzó a cantar una alabanza a Dios, el resto lo siguió y continuaron los cánticos junto con la penosa marcha hasta que el capitán a cargo ordenó que pararan de cantar ya entrada la noche.
Y es que de los 17 prisioneros, “quince de los campesinos eran evangélicos. En la ‘Iglesia del Señor’, de Arquilhue, predicaba Narciso García Cancino, y en la ‘Iglesia Cristiana de Jesucristo’ de Chabranco predicaba frecuentemente Rosendo Rebolledo Méndez”, según consigna una investigación realizada por la Corporación de Defensa de los Derechos del Pueblo (CODEPU).
De esos 15 prisioneros, varios eran casados, y habían bautizado a sus hijos en la fe evangélica, al momento de sus detenciones ninguno portaba armas, no eran la peligrosa amenaza marxista que a los soldados se les ordenó perseguir y exterminar, su pecado fue pertenecer al sindicato Esperanza del Obrero, que reunía a los trabajadores del Complejo Forestal y Maderero Panguipulli, y solo algunos militaban en partidos políticos de izquierda.
En su mayoría eran jefes de familias pobres, sencillas, cuyas vidas transcurrían en el cotidiano de una tierra que exigía trabajo duro, donde el atropello a sus derechos era cosa habitual, y encontraron refugio en el cristianismo evangélico ante las injusticias diarias, por eso creyeron en un proyecto político que ponía al trabajador como la piedra angular del nuevo Chile.
Sin embargo ese proyecto de país nuevo cayó, y sus fundamentos fueron arrancados de raíz, aunque eso significara aplastar vidas sencillas y condenar familias al dolor, al miedo y la humillación.
Antes de morir en Chihuio, después de ser torturados, los prisioneros volvieron a entonar alabanzas a Dios, y en alguna hora no precisada fueron acribillados y rematados en el suelo con corvos, “los gritos eran desgarradores clamando al Señor”.
La comunidad futronina, incluyendo a la comunidad evangélica, ignoró este hecho durante años por miedo, y luego continuó ignorándolo quizás por comodidad, para evitar emitir opiniones que pudieran resultar políticamente comprometedoras en las relaciones diarias, llevando a las víctimas a una segunda condena; la del olvido por conveniencia, sin reconocer que esas personas no eran diferentes a cualquiera de nosotros en dignidad, derechos y con quienes muchos compartirían los mismos espacios comunes, como el lugar de trabajo o la iglesia, donde la congregación pasa a ser un importante centro de acogida y apoyo para los creyentes.
Las reflexiones que de esto puedan (y deben) surgir quedan a conciencia del lector, mientras tanto démonos la oportunidad de conocer un poco más a estas personas que fueron asesinadas hace más de 40 años, aceptando que tenemos con ellos más similitudes que diferencias. Para la posteridad quedan con nosotros los relatos de contados testimonios de aquella jornada negra y sangrienta, como la del entonces conscripto Hernán Tejeda, quien declaró acerca del primer momento que escuchó a los prisioneros cantar: “Cantaban como despidiéndose, parece que sabían que los iban a matar y había evangélicos que cantaban alabanzas”.
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