El turismo, a no dudarlo, es uno de los rubros económicos más afectados por la pandemia. Hace algunos días, un estimado colega nos contaba que el otrora fulgurante San Pedro de Atacama está convertido en un pueblo fantasma. Se entiende, porque la localidad nortina vive de la llegada de visitantes, especialmente extranjeros, porque los precios que cobraban sus establecimientos estaban bastante alejados del presupuesto de un chileno común y corriente, sobre todo porque todavía no había cobrado algún diez por ciento. Al no haber gringos por las fronteras cerradas, la actividad entró en un receso casi absoluto.
En nuestra zona el impacto de las derivaciones del coronavirus no ha sido tan fuerte, porque los turistas que llegan son mayoritariamente nacionales y de regiones vecinas, pero igual se ha hecho sentir. Eso lo vemos a simple vista, ya que el temor a los contagios ha alejado a bastante gente de nuestras zoit, obligando a empresarios y emprendedores de todos los tintes y tamaños a convivir con los problemas y las incertidumbres, aunque asoman días mejores.
No está dedicado propiamente al turismo el extenso número de familias de la zona que sacrificó buena parte de su propiedad para destinarlo al alquiler para recibir estudiantes de marzo y diciembre, y vacacionistas durante el verano. Las cabañas que proliferan como mini ciudades aparte en las capitales que cuentan con centros de educación superior o técnica, sumadas a las ampliaciones hogareñas, han constituido una buena ayuda financiera para sus propietarios y más de algún disgusto de parte de los defensores de la formalidad en el rubro, pero tanto unos como otros han quedado unidos por los problemas generados tras la aparición del bicho mutante.
Mientras tanto, hay personas en el mundo que no tienen motivos de inquietud por su devenir como creadores de nuevas formas de turismo.
Un pequeñísimo grupo de supermillonarios compite por trascender como los hermanos Wright de la segunda década, mediante viajes espaciales a pasajeros casi tan ricos como ellos.
Modestamente, pienso que para que sea efectivamente una forma de hacer turismo es necesario que la actividad resulte más o menos masiva. Si ya ir a conocer las maravillas de Dubai se nos hace un poco difícil, por los muchos dólares o euros que se necesitan para hacer funcionar un cajero automático que en lugar de nuestras humildes lucas escupe barras de oro, imagínese, estimado lector, lo que cuesta engancharse en estas breves, brevísimas, pero emocionantes, salidas hacia la gravedad cero.
Ya lo hizo el inglés Richard Branson con su nave llamada Virgin Galactic, llevando incluso a una abuela de 82 años (qué admirable condición física de la señora), aunque ahora sus picados rivales ponen en duda que la nave haya llegado a los cien kilómetros de altura exigidos para cumplir con los parámetros de auténtico viaje espacial.
Bueno, Branson gastó algo así como mil millones de dólares para cumplir su sueño y parece que el gustito más encima le va a resultar rentable, porque ya hay cerca de 600 inscritos en la lista de espera para los próximos despegues, a pesar de que el pasaje cuesta 250 mil dólares, es decir, unos 180 millones de pesos chilensis.
¿Usted los pagaría? Yo no, fíjese. Me decepcionó ver que se trata de un avión, diferente, claro, a los que acostumbramos a ver en los vuelos populares del 18 de septiembre sin pandemia. Yo creía que la gracia era a bordo de una nave tipo Halcón Milenario, con Han Solo y Chewbacca en los controles y que a los pasajeros les iban a pasar un sable láser para imponer la justicia con la fuerza como compañía, pero una cosa es el cine y otra la realidad.
Así que he decidido guardar el dinero, y hacer un viaje más sencillo, digamos a Paillaco o a Mariquina, para seguir alegando contra la falta de una doble vía.
En otra oportunidad hablamos de la inequidad en el mundo, con gente que se puede dar esos gustos mientras otros, como en Haití, no tienen ni para una vacuna.
Víctor Pineda Riveros
Periodista
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