Llegamos a una época del año donde todo parece detenerse por unos días. Las calles se vacían, las rutinas se alteran, y nuestro ritmo habitual se interrumpe. La Semana Santa aparece como un paréntesis en nuestras vidas aceleradas, invitándonos a algo que cada vez nos resulta más difícil: hacer una pausa.
Sin embargo, muchos de nosotros vivimos estos días con cierta culpa o ansiedad. "Debería estar aprovechando este tiempo", "debería visitar a mi familia", "debería descansar más", o por el contrario "debería estar trabajando en mis pendientes". Y así, lo que podría ser un periodo de reflexión y descanso genuino, se convierte en otra fuente de autoexigencia y culpa.
Cuando finalmente nos detenemos, cuando apagamos las notificaciones y nos alejamos del ruido cotidiano, nos encontramos con algo que habitualmente evitamos: nuestro propio silencio interior. Este silencio puede resultarnos incómodo, incluso atemorizante. ¿Por qué? Porque en él emergen todas esas preguntas que solemos postergar, esas emociones que mantenemos a raya con la distracción constante.
En nuestra sociedad hiperconectada, hemos desarrollado una especie de "fobia al silencio". Apenas tenemos un momento libre, sacamos el teléfono, encendemos la televisión o buscamos cualquier forma de ruido que nos aleje de ese encuentro con nosotros mismos. Esta evasión constante tiene un costo invisible pero profundo: nos desconecta de nuestras verdaderas necesidades y deseos.
La tradición de la Semana Santa nos habla de recogimiento, de espera, de atravesar momentos de oscuridad para llegar a una renovación. Independientemente de nuestras creencias religiosas, este simbolismo contiene una sabiduría profundamente humana: a veces necesitamos atravesar el desierto para encontrar un oasis.
El simbolismo central de la Semana Santa nos habla de un ciclo de muerte y renacimiento. Esta metáfora trasciende lo religioso y conecta con algo profundamente humano: la necesidad de dejar morir lo viejo para dar paso a lo nuevo.
En el relato cristiano, la crucifixión precede a la resurrección; la oscuridad del sepulcro da paso a la luz de una nueva vida. Este patrón universal del "morir para renacer" se repite en numerosas tradiciones espirituales y filosóficas, porque refleja una verdad esencial sobre nuestra existencia: el cambio profundo requiere desprendimiento.
¿Qué necesita "morir" en tu vida actual? Quizás sean relaciones que ya no te nutren, o creencias limitantes sobre ti mismo que has arrastrado durante años. Tal vez sean expectativas irreales que te han sido impuestas, o hábitos que una vez te sirvieron pero ahora te limitan. La pausa consciente nos permite identificar aquello que ya no sirve, que ocupa un espacio vital que podría estar disponible para nuevas posibilidades.
Este proceso de soltar no es sencillo ni cómodo. Implica atravesar un verdadero duelo por lo que dejamos ir, sea una identidad, un proyecto o una forma de relacionarnos. Experimentamos resistencia, miedo e incertidumbre. Sin embargo, es precisamente en este espacio aparentemente vacío donde puede surgir lo nuevo, lo más alineado con quienes realmente somos ahora.
Lo más valioso de este período no es solo lo que ocurre durante estos días, sino lo que podemos incorporar a nuestra vida cotidiana después. ¿Cómo podemos mantener espacios de silencio y autoescucha cuando el ritmo habitual se restablezca?
La respuesta no está en grandes gestos ni en cambios radicales, sino en pequeñas prácticas sostenidas en el tiempo. Quizás sea dedicar los primeros minutos del día a la reflexión en lugar de revisar inmediatamente el teléfono. Tal vez sea establecer momentos de desconexión digital, o recuperar el hábito de caminar sin más propósito que estar presente.
Estas pausas regulares, estos pequeños oasis en medio del desierto de la hiperactividad, pueden convertirse en nuestra tabla de salvación frente al agotamiento y la desconexión.
La verdadera renovación que nos ofrece este tiempo no está en los rituales externos sino en la reconexión con nuestra esencia. No se trata de cumplir con tradiciones por obligación, sino de usar este espacio para preguntarnos: ¿Qué me da vida? ¿Qué me conecta con un sentido de propósito? ¿Qué relaciones nutren mi ser?
Cuando hacemos estas preguntas desde un lugar de calma y autocompasión, las respuestas que emergen suelen sorprendernos. A veces descubrimos que lo que creíamos querer no resuena con nuestra verdad más profunda. Otras veces confirmamos intuiciones que habíamos estado ignorando.
En cualquier caso, este ejercicio de autoindagación sincera nos acerca a una forma de vivir más auténtica y plena, donde nuestras acciones externas reflejan nuestros valores internos.
Esta Semana Santa, más allá de sus significados religiosos o culturales, puede ser una invitación a reconciliarnos con el silencio. A descubrir que en él no hay un vacío aterrador, sino una plenitud que espera ser descubierta.
En este mundo que glorifica el ruido, la productividad constante y la hiperconexión, quizás el acto más revolucionario sea atrevernos a hacer una pausa. A escuchar nuestra voz interior. A permitirnos el descanso sin culpa.
Porque contrario a lo que nos han hecho creer, no somos máquinas de producción sino seres humanos que necesitan ciclos de actividad y reposo. Y es precisamente en ese reposo donde encontramos la claridad que necesitamos para avanzar con sentido.
Es hora de despedir al juez interno que nos castiga por tomarnos un respiro, y comenzar a honrar nuestros propios ritmos. Aceptar que necesitamos pausas no es una debilidad, sino la más profunda sabiduría.
Valentina Jofre | Psicóloga y Coordinadora Vayabien
Grupo DiarioSur, una plataforma informativa de Global Channel SPA.
Powered by Global Channel
215513