Por Carla Iglesias
Este año 2024 se cumplieron 60 años desde que una de las erupciones del volcán Villarrica o Rukapillán produjera la tragedia del pueblo de Coñaripe, en la comuna de Panguipulli. El Villarrica es uno de los volcanes más activos y peligrosos de Chile.
Con una historia de erupciones frecuentes, muchas destacan por su fatalidad. Los habitantes del sector guardan en la memoria estos sucesos y, pese a ello, continúan con sus vidas, disfrutando de sus riquezas y magníficos paisajes.
Mientras, desde la cosmovisión mapuche y la ciencia, se hacen esfuerzos para entregar luces sobre el comportamiento del volcán y lograr así una convivencia más segura y en equilibrio.
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Elda Solar Bascuñán se despierta súbitamente. Son alrededor de las 2:45 horas del 3 de marzo de 1964. Siente tiesa su panza de siete meses de embarazo. Se queda unos segundos paralizada. Percibe un sonido muy fuerte, como el chasquido de miles de hojas secas que son aplastadas. Logra moverse y zamarrear a su marido ¡Nos estamos quemando!, le grita a Juan Obando Ochoa, mientras se levanta a mirar por la ventana. Ve una luz, una extraña claridad, una niebla espantosa que le escupen la realidad: el Villarrica ha entrado en erupción.
“¡Despeña las voluntades, hazte carne, vuélvete vivo, quémanos nuestras derrotas y apresura lo que no vino!”. Del Poema Volcán Osorno Gabriela Mistral
El que amenaza, ruge y lanza llamaradas, es el Rukapillán. Juan se levanta rápido, se asoma también a la ventana, mientras Elda se arrodilla y pide a Dios: — Señor, sálvanos, que salgamos todos bien, o, si no, llévanos. Elda había llegado hacía solo cuatro meses a vivir a Coñaripe, un centro maderero, ubicado a 43 kilómetros al sur de la ciudad de Villarrica, a orillas del lago Calafquén, perteneciente a la Provincia de Valdivia, región de Los Ríos. Allí llegó con su familia desde un pueblo de la región de la Araucanía llamado Chaura. En Coñaripe, junto a Juan, instalaron un negocio de abarrotes en la única calle del pueblo, formada por una hilera de veinticinco casas, en lo que hoy se denomina «La corrida», del sector El Seco. Se instalaron con sus tres hijos, de cuatro, tres y un año y con sus perros Sultán y Cobarde. Su hermana estaba de visita, acompañándola y apoyándola para reducir sus tareas y posibilitar que llevara mejor el embarazo.
El día anterior, Elda se levantó pensando en lo que tenía que hacer, a las 23 horas cortaban la luz, así que el tiempo para las tareas cotidianas se reducía. Ese día sintió nostalgia, una especie de melancolía. En el cielo azul de Coñaripe, resplandecía el sol, pero las nubes pasaban con modorra y lo desdibujaban, abochornaban el ambiente y todo parecía muy lento. Se fue al negocio de abarrotes y, a escondidas de Juan, vendió azúcar a dos mujeres que la necesitaban para la leche de sus hijos. Juan la estaba acaparando en su negocio, además de la harina y el tabaco. Así se lo habían recomendado por la situación económica que vivía el país.
Era la década de los 60, marcada por el gobierno de Jorge Alessandri y el comienzo de la “revolución en libertad” de Frei Montalva, Chile vivía una situación de inestabilidad: la inflación, el bajo crecimiento y la pobreza azotaban a la población. Pero Elda no quería obedecer a su marido en esas cosas, sobre todo cuando había niños de por medio y su propia familia estaba estable y segura. Entró de vuelta a su casa con un sentimiento de satisfacción, acarició a sus perros y los dejó correr pueblo arriba, sin pensar que esa sería la última vez que disfrutaría de Sultán y de Cobarde.
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La conexión de Werner Keller Ulrich con las ciencias de la tierra se empezó a gestar desde el vientre de su madre, cuando ocurrió el gran cataclismo valdiviano: nació dos meses después del terremoto de 1960. Recién con once años presenció una erupción del volcán Villarrica. Estaba en Lican Ray. Era su cuarto día participando de un campamento de verano. La noche del 29 de diciembre de 1971 sonó la sirena y comenzó la evacuación. Werner, de ojos grandes, tez blanca y pómulos bien definidos, avanzó con sus pasos de niño siguiendo las instrucciones de evacuación. Sus ojos apenas pestañearon ante la vista impresionante de la erupción del Rukapillán. — Me marcó muchísimo, con el tiempo seguí teniendo pesadillas con erupciones volcánicas. El volcán emitió una gran cantidad de lava, fue una erupción explosiva, una de las más potentes que ha tenido el Villarrica, causó daños en puentes, infraestructura y costó muchísimas vidas, dice Keller.
En el año 1984 su padre lo llevó nuevamente a Lican Ray, donde adquirió un camping, ubicado justo en el margen en donde el año 1971 bajó la avalancha. — Las avalanchas en vulcanología se llaman lahares. Es un término que viene de Indonesia, para describir estos flujos de remoción de nieve. Nieve y hielo cuando se funden, bajan por gravedad por los valles radiales, pero también cuando se acumula mucha ceniza y hay lluvia fuerte, como lo que pasó en el volcán Chaitén el día 6 de mayo del 2008—, explica Keller.
El 30 de octubre de 1984 Keller vivió una segunda erupción. Se había convertido en un joven de 24 años, trabajaba administrando el camping de su padre y, aunque el volcán entrara en erupción, no podía suspender su trabajo. Werner agudizó sus sentidos, sus pensamientos se aceleraron, la nubosidad, el viento y la lluvia no fueron los mejores aliados para comprobar si el Rukapillán había entrado en erupción, escuchó ruidos, presintió una avalancha. Su ansiedad creció y llegó a tal punto que instaló un espejo para poder ver si estaba rojo hacia el volcán. — Fue tanta mi ansia de comprender el comportamiento del volcán que empecé a llevar una bitácora, una cronología de la erupción.
La bitácora concluyó en un informe de 54 páginas, que describe día a día la erupción del volcán, con algunos dibujos. Y aunque la erupción de ese año finalizó sin causar daños, la bitácora se convirtió en el primer registro metódico del comportamiento del volcán Villarrica y en el impulso final para que Werner se fuera a Alemania en 1985 a estudiar vulcanología, luego un posgrado en Islas Canarias. Werner Keller Ulrich es vulcanólogo, fundador y presidente de la Fundación Volcanes de Chile, creada en julio de 2017 y director del proyecto de Observación Volcán Villarrica/Internet – P.O.V.I, iniciado en 1996. Está profundamente conectado con las energías de la tierra.
“¿Qué cosa irrita a los volcanes qué escupen fuego, frío y furia?” preguntaba Pablo Neruda. Werner Keller comenzó desde temprano a tratar de comprenderlo.
“Podrás tú relatar lo que ha sentido tanto silencio de un pueblo solo sintiendo el brusco palpitar de un río: cómo de las cenizas surge vida de las mareas nacen barcos de los presagios salvan hombres”. Del poema ‘Las armas nuevas’ de Viviana Ayilef
Solo basta con revisar las redes sociales para entender que la actividad turística en el Villarrica es de relevancia. Anualmente, unos 15.000 turistas ascienden el volcán. Más de 30 agencias de turismo de aventura ofrecen ascensos guiados a la cima. Se preparan en temporada de verano ascensos al cráter y vistas a las cuevas volcánicas y en invierno se practica el esquí entre mediados de junio y mediados de octubre.
Una sobrecarga para el espíritu sensible del Rukapillán y un problema difícil de resolver para la economía de la zona. Desde la investigación académica y científica se habla de “gestión sustentable del riesgo de desastres”. Según la cosmovisión mapuche de “equilibrio de energías de la tierra”. Claudia Inglés Hueche, explica que, desde la cosmovisión mapuche, el pillán es aquella energía del volcán que permite el equilibrio. El mapuche sabe que no debe ir al volcán cuando está nevado porque en ese momento está renovando sus energías. Sin embargo, el turismo sobrecarga el volcán, justo cuando hay nieve, interrumpiendo esa renovación. Y las erupciones son consecuencias de muchas de estas acciones desconectadas: — La erupción es algo que debe suceder para ajustar la tierra, porque la tierra también necesita al fuego, por eso están las termas, por eso hay una capa de la tierra donde es tibiecito, calientito, explica. Coñaripe, en mapuzung, kona rupü, significa camino de piedras o un hombre que camina por las piedras.
Ese nombre tiene su razón de ser, y está dado por el Rukapillán. Ya que gracias a él existe allí una multiplicidad de riqueza y energía particular, como medicina natural, termas, esteros que tienen mucha plata y diversos tipos de piedras, entre ellas, una piedra dulce que produce azúcar y que antiguamente era lo que endulzaba los alimentos del mapuche”. Desde el lado de la ciencia vulcanológica, Keller concuerda con que Chile es un país bendecido por los volcanes y que los desastres dependen de cómo nos vinculamos con ellos. El terreno de origen volcánico ha permitido la excelencia de los vinos chilenos y en el norte del país, la riqueza mineral. Pero, a su vez, el Villarrica es uno de los volcanes con mayores registros históricos de erupciones de Sudamérica y a sus pies se ubican centros poblados con importante actividad turística, como Pucón, Villarrica y Coñaripe.
Para Keller, el por qué se ha permitido el poblamiento de zonas de riesgo radica en que el mapa de peligros del volcán Villarrica, que se generó en los años 90, nunca fue vinculante para la planificación territorial. Explica que los planos regulatorios comunales tienen que ser adaptados a este mapa de peligros y no es tan fácil. Requiere tiempo y muchísimo esfuerzo. — Nos podríamos apoyar en la idea que los hielos eternos del Volcán Villarrica están retrocediendo entre 10 y 12 metros todos los años. Pensar, erróneamente, que el peligro de avalancha está retrocediendo. Pero el volcán alberga aún más de un kilómetro cúbico de hielo susceptible de ser fundido en erupciones. Por tanto, el riesgo es real”, concluye Keller.
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“No, no. Yo seguí corriendo, me arrastré y emprendí el vuelo hasta que del cielo cayeron las tinieblas, la grava hirviente y los pájaros muertos. Di vueltas y más vueltas sobre mí misma, sin aliento. Hubiera pensado, quien verme hubiere podido, que bailaba. No es imposible que tuviera los ojos abiertos. Quizá cayera de cara a la ciudad”. Del poema ‘La mujer de Lot’ de Wisława Szymborska
— ¡Salimos, nada más salimos mi marido, mi hermana y yo, cada uno agarró una manta, una frazada y a un niño!- , recuerda Elda. Los tres corren hacia el cerro con los niños en los brazos. Junto a ellos huyen también los vecinos de la cuadra. La gente grita desesperada. Elda se resbala con los restos de los alimentos que se les van cayendo a las personas que alcanzaron a pertrecharse mejor, plátanos y otras frutas aplastadas. Mientras, la avalancha avanza en forma trágica por las quebradas y los valles.
El Diario Austral de Temuco señala en sus páginas del día 3 de marzo de 1964: “La población de Coñaripe quedó sumida en una espanto- sa confusión, mientras el agua, el lodo, las rocas y los palos tendían cuantas de las viviendas y de las vidas de numerosos habitantes, arrasando el aluvión todo lo que encontraba a su paso. Los castillos de madera y las maquinarias volaban por el aire, mientras los troncos se precipitaban al Lago Calafquén levantando grandes olas. La gente tomó estratégica ubicación en los cerros, empapada y con solo ligeras vestimentas. Coñaripe prácticamente había desaparecido”.
Juan libera a Elda del niño que lleva en brazos. Su panza tiesa, está aún más tensa y cuando Elda ya no cree que podrá seguir, escucha en la oscuridad el grito de la profesora de la escuela, Rebeca Gómez: — ¡La Erna, se va, se la llevó, se la llevó! Erna Moraga, también profesora de la escuela, se devolvió a buscar algo, sin sospechar que fue al encuentro del aluvión. Desapareció. Nada se pudo hacer. El grito desgarrador de la profesora Rebeca, se estampa para siempre en la memoria de Elda, quien corre, corre sin parar. La lluvia comienza a caer, una lluvia gruesa, continua, la siente pesada golpeando en su cuerpo. Llegaron al cerro, bien arriba. Utilizan la manta de castilla de Juan y unas frazadas para acostar a los tres pequeños. — Pensé que era un fin de mundo. No miré para atrás. Mi marido dice que él vio cuando la casa de nosotros se abrió y se fue. También vio las otras casas. Yo no miré porque me acordé de la estatua de sal, de la mujer que miraba hacia atrás. Pensé que era fin de mundo y no quise mirar – , relata Elda.
La lluvia calma y comienza a clarear. Juan Ovando baja el cerro camino al pueblo. Elda lo espera resignada, los niños duermen bajo el peso de las mantas húmedas. La gente alrededor comienza a ver la luz del día, se miran unos a otros, se reconocen, el amanecer les impide seguir creyendo que todo es una pesadilla. Juan regresa de lo que fuera su pueblo a buscar a su familia. — Perdimos todo, la casa, el negocio. Sultán y Cobarde, ya no están. Elda jamás lo había visto llorar.
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60 años después de la erupción que arrasó con el pequeño pueblo maderero de Coñaripe, Nicolás Alarcón está en la cocina de uno de los restaurantes de la feria Kuchepen Mapu, ubicada frente al lago Calafquén. Al lado, por un costado de la playa, se levanta el memorial del Cristo Negro de Coñaripe, justo en el sector por donde pasó el aluvión en 1964 y que recuerda a las víctimas de la erupción. Nicolás, de unos veinticuatro años, viste jeans y polera negra. Está atareado yendo y viniendo, poniendo ojo a quienes llegan, manejando la maquinita de pago, entregando los platos de comida casera. Se vino hace dos años desde Santiago a a Coñaripe. Su trabajo es administrar la feria. Poco a poco ha ido conociendo la zona, y sabe que por ese sector pasó el lahar que se llevó casas, autos, árboles, ganado, mascotas. Un pueblo entero.
Muchos relatos circulan, pero uno solo es el que le hace saber con certeza que la lava mortal del Villarrica pasó por ahí mismo: — Cuando hicimos las fosas de los baños, vinieron máquinas e hicieron excavaciones como de unos seis a siete metros y encontraron loza y cosas de la gente que vivía acá antiguamente. Como frascos de medicina, platos, cubiertos, e incluso hasta huesitos de animales — , dice.
Cada 2 de marzo el municipio de Panguipulli, junto a sobre- vivientes de la tragedia, como Elda Solar Bascuñan, hoy de 83 años, familiares de las víctimas y vecinos, se reúnen en el memorial a recordar a quiénes partieron. Algunos de los nombres de las personas que perdieron la vida en la tragedia se conocieron el 4 de marzo de 1964 en el Diario Austral de Temuco.
El listado fue entregado formalmente al diario por el entonces, jefe subrogante del IV División del ejército con sede en Valdivia, mayor Odlanier Mena Salinas, quien se encontraba destacado en la zona de la tragedia y quien, años más tarde, se convertiría en director de la Central Nacional de Informaciones (CNI) en la dictadura militar. “La lista oficial e incompleta de las víctimas, entregadas por el mayor Mena, es la siguiente: Luis Rozas Garrido, su esposa Ana Demierre de Rozas (inspectora de distrito) y sus hijas Gaby, Rosa y Ana Luisa; José Ríos y su esposa Olga; Luis Gatica, oficial civil de Villarrica y dos de sus hijas, de 18 y 16 años, respectivamente; Luis Demierre, Erna Moraga, profesora misional; Rigoberto y Hernán Peña, de un año y ocho meses respectivamente, encontrados bajo los escombros de una casa; la esposa, la madre y un hijo de Jorge Valdevenito; Dila Franco de Ringler y Rosa Catrilaf”, se lee en el Diario Austral de Temuco.
En un acto de resistencia al olvido, el Cristo Negro de Coñaripe se levanta solitario a orillas del Calfaquén. Flamean a los dos costados banderas chilenas. Una gruta de la Virgen es parte del marco que forma el altar. Varias corridas de bancas blancas miran hacia el memorial, vacías, recordando la desolación de 1964.
En una placa apostada en el lado derecho se lee: “Monumento Histórico. En este lugar el actual pueblo de Coñaripe rinde tributo en memoria de los 22 vecinos del pueblo de Coñaripe desaparecidos trágicamente la noche del 2 de marzo de 1964 producto de una violenta erupción del volcán Villarrica".
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